Palabra rota I El olvido de Juan

Cuento de la tra(d)ición fantástica

19/07/2023.- Juan despierta, abre los ojos y se encuentra con el recamado de las sábanas de seda donde ha pasado la noche. Estira el brazo y confirma que Fabiana ya no está allí; su lado de la cama está frío, señal de que hace bastante que se levantó para llevar a las niñas al colegio.

Juan fantasea por un momento con que su mujer, ya de regreso, abre la puerta e ingresa a la habitación con la fragante taza de café que no pocos días le trae a la cama. Aprieta los ojos para empujar a fuerza de deseo la aparición de la taza de café hasta que se da, finalmente, por vencido. Es evidente que ella aún no está en casa.

Se resigna a levantarse. Se pone de pie y, frente al espejo de cuerpo entero adosado a la pared, confirma con satisfacción que el pijama Tom Ford, también de seda, que estrenó anoche, conserva integra su lisura. Valió la pena el precio, piensa, y se dirige al baño.

Al entrar no puede evitar el escalofrío. Le sucede todos los días apenas toca el tope de mármol que rodea los dos lavamanos contiguos. Nunca le agradó el mármol. Demasiado frío para su gusto, pero no tuvo argumentos para oponerse a la estrategia de venta del agente inmobiliario. El hombre lo desarmó con solo decirle que alguien de su categoría e importancia no podía conformarse con nada que no fuera mármol Portoro. No entendió lo de Portoro, pero sí lo de la categoría e importancia. Aceptó comprar de inmediato.

Se acercó con desgano al lavamanos en el que se leía Juan, repujado en dorado, y se cepilló con parsimonia. Después se lavó la cara con mucha agua para terminar de despertarse. Hundió el rostro en la toalla Member’s Mark y, mientras se secaba, no pudo evitar pensar: “Qué bolas, trescientos dólares por una toalla”. Después recordó el saldo de la cuenta de Monómeros y espantó de su mente el costo de la toalla como quien espanta una mosca.

Sin quitarse el pijama, se asomó al balcón. Desde el piso 24, la vista de Miami Beach era espléndida. La brisa marina agitó el faldón de la camisa de seda. Levantó los brazos y, con los puños apuntándole a la cabeza, se estiró todo lo que pudo e inhaló hasta llenar por completo los pulmones. Se sentía bien. Definitivamente le gustaba la ciudad.

En la distancia podía ver la playa y los primeros bañistas que buscaban un puesto bajo el sol. “Día bueno para un paseo en el yate”, caviló. Lo habían pasado bien en la última salida con los amigos que vinieron de Venezuela. “Ah, buena pea”, pensó, permitiéndose un asomo de vulgaridad que sabía incompatible con su categoría e importancia.

Pero desechó lo del yate porque se sentía inquieto. Tenía la sensación de estar descuidando algo. De imprevisto pareció que ese algo le caía repentinamente del cielo. Olvidado por completo de la categoría y la importancia, se dio en la frente con la palma de la mano y, en voz alta, como reclamándose a sí mismo, exclamó: “¡Coño e la madre!, casi se me olvida que hoy es el día de pedir más sanciones contra Venezuela”.

Cósimo Mandrillo

 

 

 

 

 

 

 


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