Palabras... | Lo siento, Borges, la eternidad también cansa

27/07/2023.- La historia es, si acaso, un breve sueño de la eternidad que con la muerte de los hombres se hunde cada vez más en otro sueño, agotando en lo improbable la posibilidad cierta de comprender su continuum.

Por ello, cuando un genio muere, crece la ignorancia al respecto y una nueva sombra se adhiere a la oscuridad que nos precede y nos pierde.

Borges dio sus ojos y la vida por la inmortalidad. La presión del tiempo lo desdobló a causa de una persecución infatigable. Una paranoia, la de la muerte y la de la inmortalidad.

Buscó el futuro en la Antigüedad y viceversa. En la historia encontró lo que no fue. Por medio de una ficción sustentada en la filosofía, logró lo que siempre quiso: un mundo novedoso, definir con claridad la ausencia de finales, de principios y de sentencias. Ser atemporal.

Como su sombra, grandes terrores lo acompañaron siempre: "No sé por qué en las tardes me acompaña / ese asesino que no he visto nunca". Constantes obsesiones lo habitaron: la esfinge, las escaleras, los tigres, las rejas, el iris, la lluvia, los espejos y la soledad que va dejando el tiempo. Espejos, testigos ciertos de otras realidades, pero condenados a callar con un silencio del tamaño de Dios.

Lo que la mente subrepticiamente le instaló en la conciencia para acosarlo, la mente misma lo salvó por otro laberinto: la ficción, salida de las fuentes de una filosofía del recuerdo y otra, extraída de ninguna parte.

De los griegos, en un principio, lo dionisiaco, lo impulsivo y desbordante, el asumir el visto bueno a la vida y a la eternidad, no obstante, todos sus dolores.

De Heráclito, traslucía la melancolía. Quien, por justificar la soledad inevitable a las cosas, mal despreciaba a la multitud. El oscuro, lo nombraron. De él, precisa el oráculo, ni manifiesta ni oculta, todo lo deja a sus símbolos. Similar Borges en otra hora y otro espacio, desanda en otro Heráclito. Sobre todo, en aquel, el griego y el del río y el de los que velan tienen un mundo común, pero los que duermen se vuelven cada uno a su mundo particular. Una vigilia hacia dentro en Borges o una neblina que lo sume en otro sueño. El eterno regreso, el retorno al comienzo, el perenne continuar.

De nuevo, los grandes dolores y la escasa alegría volverán. Cuando no haya más inconmensurables y se hayan agotado todas las ecuaciones del infinito en lo interno de las cosas y en las últimas probabilidades de sus combinaciones. Después de todo, el tiempo, único dios inmutable. Habrá lugar entonces para esperar y querer, por demás inevitable, la vida, una vez más.

De Heidegger, la muerte: nadie puede quitar su morir a otro. La inconclusa vida. Porque dejar de ser no es un testimonio irrebatible cuando quien ya no es ha pasado al mayor de los silencios.

Inconclusa, porque en vida únicamente se puede decir todavía no es la muerte. Porque desde la muerte, como un testigo falso, nada es creíble, como nadie podrá decir vivo que está muerto o viceversa.

De Kant, hacemos algo con el caos de sensaciones, ordenar lo prioritario en el espacio y el tiempo. El momento y el lugar nos separan de lo real de las cosas. La existencia se vuelve subjetiva. O está en otra parte, diría Breton.

 

II

Toma, justo a tiempo, del día la claridad. La otra media vida, sobredeterminada por el desgaste de sus ojos y de los años, la sacó de su nocturno corazón, al ser noche y mil más desde entonces.

Él, que no se sabía del tamaño de las más grandes obras que escribió, veía la eternidad como una suplencia de Dios. Un ser, a veces supremo, a veces falible que, al igual que en El Aleph curioseaba la intimidad de una ausencia como por el ojo de una cerradura, o el universo como por la herida de una galaxia.

Así también poseía su obra, como un hombre que busca una mujer imposible, mirando el mundo cual si fuera un carrusel que pasa y no lleva lo que uno ama. Anhelante y evocativo, desde uno de sus patios haber mirado las antiguas estrellas. Buscando, casi a escondidas, entre la oscuridad, encontrar en otros imposibles giros de un viaje de regreso que lo saque de la ausencia, del ocaso y del nocturno.

"... sé que en la eternidad perdura y arde / lo mucho y lo preciso que he perdido: // esa fragua, esa luna y esa tarde...".

A su pesar, luego de ser tanto y seguir siendo otro, no pudo nunca recuperar lo ya perdido ni tampoco ser aquel dichoso, en cuyos brazos y por amor desfallecía Matilde Urbach.

Su urdimbre y su afín de olvido y no olvido lo llevó a cambiar su soledad por una soledad mayor, la del tiempo, la de la muerte y la del infinito.

 

III

La ficción hizo a Borges, Borges. Sin esa manera casual de crear circunstancias y azar, con la enorme osadía de hacernos dudar entre la realidad y el invento, hubiese pasado inexistente como sombra sobre sombra.

El laberinto, su más honda angustia, termina explicable. No sabe adónde ir ni quién ser, saberse todos y sentirse nadie. Un arquetipo propio de los sueños, una mano trémula que no alcanza ni al padre tiempo que todo lo disuelve, que en la nada nos deja, sin andén y sin amarras.

La necesidad de construir lo que no tuvo fue su inicial argumento universal en el arte. No teniendo amigos, inventaba el mundo y, dentro de él, colocaba compañeros imaginarios. El fastidio terminaba por cansarlo y, así como los producía, así los destruía.

Cuando la madre de Borges muere, su vida completa el vacío. No obstante, al mismo tiempo y con enorme fortaleza se aferraba en poblarla. Otros mundos luego nos daría contra la ausencia.

La imaginación, su fiel aliada, luchó con él contra esos inexiliables fantasmas. Con ella llenó su mayor vacío, el de la luz y la soledad. Aunque, con el tiempo, la imaginación también se instaló en Borges como una maldición: condenado a verse siempre por dentro, a tientas, sin poder tener tregua de tanta oscuridad.

La inconsciente búsqueda de la inmortalidad, cual necesidad existencial de no morir nunca, también se tornó ficción contraria a sus sensaciones, a su pesado cuerpo. "Lo lamento —dijo—, nadie debería vivir tanto". La muerte, con altivez, pero también como esperanza contradictoria, la del cesar del todo.

Lo que en el fondo fuera un temor a morir en lo absoluto, lo obligaba a trascender en otras realidades, al margen de lo predecible, no por desdén, sino por carencia de asombro.

Al decir de Wallace Stevens: "La poesía es una purga de la pobreza, del cambio, del mal y de la muerte en el mundo. Es un presente que se perfecciona, una satisfacción en la irremediable pobreza de la vida". Pero cuando la realidad nos sobrepasa de esplendor, la razón intenta su alegría. Para Borges el transcurrir de los días fue contrario. La ficción fue su ideal, por no haber nada más que lo animara, ni nada más apto que le recobrara lo perdido. Tal opción se erigió como una clave contra el dolor, la vergüenza y el hastío. Un inevitable, un esfuerzo incesante por lograr satisfacciones, bien fuera a costa de las palabras o de la irrealidad, medio eficaz para calmar emociones desbordadas.

"... miro este querido / mundo / que se deforma y que se apaga / en una pálida ceniza vaga / que se parece al sueño y al olvido".

 

IV

Tan desviado de la realidad que la ficción lo volvió ficción y no pudo por tal controlar sus emociones, aquellas que lo sumergían en detestables exabruptos. Al parecer, un destino que la realidad le infligía por haberla abandonado. Así, lograron hacerlo bajar de la más pura fantasía y de lo más equivocado a manchar su traje gris y su penumbra clara. Indefenso se soltaba emotivo a contrariar las travesuras de los oportunistas y las conjeturas de una ficción política para la infamia.

Con burla e ironía pagó, con ello también le pagaron. Quién lo habría visto ir desde la biblioteca a inspeccionar los pollos por la tarde. En verdad te equivocaste, Borges. Aunque en el fondo acertaras al entrar a un juego que, por serio y extemporáneo, te recobraba de la inmovilidad, del olvido y de la noche. La ficción te inventó y la realidad ante ninguna otra opción fácil te tomó para la injuria.

De esa manera, una profunda contradicción lo definía y lo movía. Un conflicto generoso lo rescataba del letargo y de lo poco que ofrecía el mundo a su manera de ver.

La contradicción lo hizo grande, pero fue su debilidad: cansarse de vivir cuando ya se han descontado todos los días asignados a la vida; insistir en la redondez del tiempo y de la existencia cuando concretaba la muerte como el último final; delatar la intrascendencia de su obra mientras recibía premios que decían lo contrario.

Ante la subestimación de su obra, creía que no resistiría el peso de los próximos cien años. Y cien años ya contienen una buena cuota de vanidad. Vanidad, única razón por la cual podría haber aceptado el premio Nobel.

Del elogio a los militares también escribió su contraparte:

En tiempos de auge, la conjetura de que la existencia del hombre es una cantidad constante, invariable, puede entristecer e irritar: en tiempos que declinan (como estos), es la promesa de que ningún oprobio, ninguna calamidad, ningún dictador podrá empobrecernos.

En otra contingencia, enunciaba que ser conservador es una forma de escepticismo político. Una burla o una verdad ostentada en la resignación y en esperanzas frustradas que no dejan de ser vigentes hoy, en nuestro desafortunado progreso y proceso político.

Para hacerse más inmortal, recogió con pulcritud sus huellas y desvirtuó con precisión los datos de su existencia. Y como un excelente epílogo decidió morir lejano como una afronta que no es, al decir de su verso: "Quien se aleja de su casa ya ha vuelto". Ancestral y nuevo. Devolverse desde la ceniza como fénix. Metáfora donde el tiempo es un fuego que lo consume, pero continúa en el fuego porque él es el fuego, nada más extenso ni efímero ni más supremo. O quizás una señal de agradecimiento por el asombro que lo sostuvo: "... por el fulgor del fuego / que ningún humano puede mirar sin un asombro contiguo...".

Última posible imagen venida desde lo más hondo de lo antiguo, de la antesala del delirio, de lo posterior del inconsciente y del tiempo.

Casi como si insistiera que vejez-niño, muerte-vida son la simbología más evidente de la concepción esférica del discurrir. Pero la muerte es otra cosa. Duda. "No sé si volveremos en un ciclo segundo / como vuelven las cifras de una fracción periódica. / Pero sé que una oscura rotación pitagórica / noche a noche me deja en un lugar del mundo...".

Deceso y génesis, un largo infinito que no cesa de ser inalcanzable. La terrible ansiedad de perseguir la definición final de todo, que lo rescate de la incertidumbre o la ternura de no se sabe qué, qué viaje, qué sitio, qué necesidad irreductible de continuar o de comenzar sin descanso. O de estar repetido y simultáneo en algún otro lugar.

Una aferrada actitud donde la muerte calma, sustentada apenas por un andén, que no es más que la espera de la nada. Pues, no obstante, acrecentarse con la imagen circular de todo lo que existe (vida, tiempo y espacio) tiembla ante la dramática obsesión de saberse real: pienso en la muerte como si fuera una especie de puerto, una suerte de salvación, porque estoy seguro de que no hay otra vida.

Nadie baja dos veces a la muerte con la misma vida. Contra ello y entre las dársenas, a punto de llegar el canoero de las aguas del olvido, pulsó su última certeza: "... en la sombra ulterior del otro reino estaré yo, esperándome". Esperanza natural, quizás. Nada está muerto, excepto lo que nunca estuvo vivo.

Sabrás ahora que la continuidad que tanto defendías era el antifaz de inertes sumas y la miseria de que estamos hechos. Sabrás también que a lo mejor es preferible la irrupción de lo detenido a que los extremos se abracen para dolernos. Lo siento, Borges, la eternidad también cansa y la inmortalidad tampoco nada nos resuelve.

Y ahí quedan las cosas cotidianas: el bastón, el dinero, las puertas y los últimos poemas que te sobreviven. "Durarán más allá de nuestro olvido. / No sabrán nunca que nos hemos ido".

Y yo, ahora, también incierto como toda lejanía, me debato en la duda de no sé en qué ayer, qué mañana, bajo qué lluvia ni qué cielo estaré igual, multiplicado y simultáneo, escribiéndote. Y como tú, ante el abismo del asombro y del misterio, por si acaso suplico: "Mi Dios, mi soñador, sigue soñándome" (Carlos Angulo, El poder de la tristeza).

 

Carlos Angulo

 

Referencias:

Angulo, C. (1988). El poder de la tristeza. Venezuela: Fundacultura/Asociación de Escritores del Estado Lara.

Borges, J. L. (1981). Antología poética. Madrid: Alianza.

----------------. (1979). Prosa (Relatos completos). Buenos Aires: Emecé Editores.

----------------. (1968). Historia de la eternidad. Barcelona: Emecé Editores.

Wallace, S. (1977). Adagia. Caracas: Fundarte/Dirección de Cultura de la Gobernación del Distrito Federal.


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