Letra fría | Los 80. Parte VIII
28/07/2023.- Cuando yo vi aquella escena para mí solito, me armé de valor y lo entrompé: "Disculpe, maestro, yo soy Humberto Márquez y vengo de Venezuela. Escribo en El Diario de Caracas y quisiera entrevistarlo". "Ah, ¿tú eres el que fastidió a mis padres en Cartagena?". "Sí, ¡yo mismo soy!". Me dejé de pendejadas y saqué mi grabador, ya activado antes, y comenzamos a conversar. Así pasaron unos veinte minutos, hasta que algún "pajúo" fue a contar que García Márquez le estaba declarando a un periodista venezolano.
Entonces, se llenó aquella vaina de todas las cámaras de la televisión europea, y yo ahí, en el centro de la verga, viviendo uno de los momentos periodísticos más estelares de mi vida. Por supuesto que la única foto que había tomado el director del stand de Colombia se la entregué al poeta Mateo Morrison, director, a su vez, del suplemento literario de un diario, La Noticia, creo, que me publicó la entrevista en República Dominicana. Ahí había ido a parar días después de regresar de Europa, invitado a un congreso de escritores en homenaje a Pablo Neruda. Por supuesto que el único periódico que me traje se traspapeló, y si no fuera porque cobré trescientos dólares y con eso viví aquella semana maravillosa —que se convirtió en quincena porque me quedé una semana más con mi pana, el poeta Álvaro Montero, debido a que le jugué los últimos veinte dólares al número veintiuno en la ruleta del casino de un lujoso hotel de Santo Domingo—, ni yo mismo me creería esta historia. Nuestro querido Earle le volvería a decir al doctor Malaver: "Roberto, ¡qué imaginación tiene el maracucho!" Ja, ja, ja.
Pero el cuento bueno fue cuando llegamos al bar del hotel con el dueño de una emisora, amigo de Amílcar Segura, el gran radiodifusor de Barquisimeto, tío de Alvarito, que nos había entrevistado desde su casa al son de una botella de Etiqueta Negra. Luego nos invitó gentilmente al lujoso hotel, donde comencé un divino coqueteo con una morena bellísima. Alborotado por el alcohol —aunque yo no sé bailar—, le hice la seña de la circunferencia con el dedo, y cuando vine a ver, bailé el único merengue que me ha salido bien en mi vida. Al volver a la barra, el compañero de nuestro anfitrión me dijo con sorna que ella era esposa de un general que le partía brazos y piernas a quien osara estar con su mujer, y yo con aquel coqueteo ahí. Medio asustado, me fui al baño, pero al pasar encontré un casino. En la ruleta, había una señora que, mientras yo pasaba, dijo: "Ese maldito veintiuno que no sale". Ahí comenzó a gestarse la corazonada de las trescientas pepas...
Con la alforja llena, le conté en secreto a Álvaro, le lancé un besito volado a la muchacha y nos fuimos al bar donde nos esperaban los poetas Orlando Pichardo, Harold Alvarado Tenorio, de Colombia, una poeta portorriqueña —me parece que se llamaba Etnairis— y otros vates del continente.
Humberto Márquez