Micromentarios | ¡Vaya maneras de darme la razón!

08/08/2023-. En 1982, me ocurrió una anécdota que involucró indirectamente a Gabriel García Márquez. La misma ocurrió una mañana, en mi oficina de la Universidad Simón Bolívar, donde dirigía la Editorial Equinoccio.

De improviso, entraron cuatro profesoras del Departamento de Lengua y Literatura. Estaban molestas conmigo porque, en una encuesta reciente para una revista literaria, nos habían consultado, alrededor de una veintena de autores y críticos, cuáles escritores latinoamericanos creíamos que serían leídos dentro de doscientos o más años. Fui uno de los dos que encabezó su lista con el Gabo. A continuación, mencioné a Jorge Luis Borges y a Julio Cortázar.

Las profesoras estaban enojadas porque consideraban que García Márquez era uno de los peores escritores del continente y les parecía absurdo que yo lo colocara en el primer puesto de mi respuesta.

—¡Ese hombre no sabe escribir! –dijo la más exaltada.

—Bueno –fue mi poco delicada contestación–, hagamos una cosa: cuando alguna de ustedes escriba un nuevo o mejorado Cien años de soledad, volvemos a hablar.

Desde ese momento, tres de ellas dejaron de hablarme y hasta me retiraron el saludo. Me topé con las tres en encuentros literarios o ferias de libros y, al verme, volteaban la cara con desprecio o pasaban a mi lado como si no me conocieran.

Un mes después –tan solo un mes después–, la Academia Sueca le concedió a García Márquez el Premio Nobel de Literatura.

Un año más tarde, fui jurado del Premio Municipal de Literatura, mención Narrativa, del entonces Distrito Federal. Las otras dos personas que seleccionarían la obra a premiar eran una conocida profesora de Castellano del Pedagógico de Caracas y el escritor y crítico Pedro Díaz Seijas.

Cuando nos acercábamos a la fecha del veredicto, la profesora y yo coincidimos en que solo una obra merecía el premio. Pero, la noche anterior a reunirnos, Díaz Seijas la invitó a cenar y la convenció de que el reconocimiento debía recaer en un venezolano. En particular, en su amigo, el también escritor Ramón González Paredes. Este había presentado una biografía novelada del Libertador –pésimamente escrita, por cierto–, y ese año era el año bicentenario de su nacimiento.

Cuando coincidimos en el Concejo Municipal, la profesora no levantaba la mirada y, avergonzada, dio su voto por la novela de González Paredes. De modo prepotente, Díaz Seijas extrajo de un maletín el texto ya redactado por él del veredicto y me indicó que si quería firmarlo lo hiciera y si no, él ya tenía otra versión del mismo. En este, yo salvaba mi voto.

Y lo salvé, exigiendo que se agregara como coletilla que el premio se concedía por razones extraliterarias. A Díaz Seijas y su secuaz les dije, como Fidel Castro al ser detenido tras el asalto al Cuartel Moncada.

–La historia me absolverá.

¡Y vaya si lo hizo! El libro que los personajes mencionados se negaron a premiar porque su autora no era venezolana fue La casa de los espíritus, de la que aún se habla, en tanto nadie conoció ni recuerda al libro ganador.

Armando José Sequera 

 

 

 


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