Palabras... | No puedo respirar

10/08/2023.- Treinta y cinco millones de personas asesinadas en el mundo, desde que terminó la Segunda Guerra Mundial, son las cuentas últimas que debe el imperio.

Parte A

En tiempo de pandemia, inesperadamente, casi toda la población de la geografía de los Estados Unidos ha salido de la modorra de su vida cotidiana, de su confinamiento pandémico, debido al último asesinato del hombre de color George Floyd por parte de un funcionario de la policía de Mineápolis. La magnitud del levantamiento popular ha llevado a dictaminar más de cuarenta estados de sitio, en igual número de ciudades importantes, los que no han sido acatados en su mayoría. Se han asignado, para insistir en controlar el orden público, a más de sesenta mil guardias nacionales y miles de personas han sido detenidas, pero aún no ha sido posible la calma. Por lo que el Estado ha desplegado no el reconocimiento de los hechos ni la conciliación, sino todos los recursos represivos militares y policiales para someter la indignación. De ahí que los argumentos esgrimidos por Trump estén orientados a criminalizar las protestas, a satanizar la insurrección popular, definiéndola como terrorismo nacional. Acusa a las organizaciones de izquierda y movimientos antifascistas de liderar y estimular los acontecimientos, no asumiendo con seriedad la causalidad de los hechos, la reiteración de los mismos asesinatos de signo racista de todos los tiempos en su territorio y la reincidencia de la discriminación, la desigualdad social y el desprecio por la vida del pueblo norteamericano.

Mientras tanto, simultáneamente, la pandemia sigue su curso fatal por las mismas calles de las protestas. La preocupante pregunta de rigor que se hace la gente es cuándo volveremos a la normalidad. ¿Cuál normalidad? Nos interrogamos. ¿La consumista? ¿La desnutrida? ¿La excluyente? ¿La dolorosa? ¿La de Estados Unidos en paz sin justicia social? ¿La de las invasiones, bloqueos o piratería imperial? ¿Cuál? Dígame usted. La normalidad de regresar a los no pandémicos 8500 niños que mueren cada día de desnutrición. Según la Unicef, el Banco Mundial, la Organización Mundial de la Salud y las Naciones Unidas, que calculan que 6,3 millones de niños menores de 15 años murieron en 2017 por causas en su mayoría prevenibles, sin alarma ninguna, sin miedo a tal tragedia. Y pensar que esos números no cambiarán, sino que más bien aumentarán para el año 2020. Sobre todo al constatar que estas cifras están confirmadas por las mismas hipócritas instituciones internacionales, filiales intermediarias de los magnates, que viven de la enfermedad como una mina de oro, que viven del dolor ajeno, ya sea revendiendo el fracaso, los protocolos de salud, manipulando publicitariamente las farmacéuticas y el acceso a los respiradores, siempre lavándose las manos, a la vez que van quebrando la economía de los necesitados, de los sobrevivientes de las sobras. Lo que nos deja precisar que, en el fondo, toda esta institucionalidad se aboca oportunistamente al monopolio de la necesidad creada, a la ganancia fácil, según sea la coyuntura programada y según sea el monto de los contratos ya prefabricados, si no, sálvese quien pueda. Salvo Santos Discépolo, todo sigue teniendo su etiqueta. Es parte de una actitud, de una cultura, de un sistema excluyente donde la vida vale por el dinero que te ampara.

Detrás de esas características sistémicas está el mundo de los excluidos, de los que siempre van a estar a punto de reventar como una bomba de tiempo. Un sistema de desigualdad, discriminativo, profundamente racista y clasista, que con indudable seguridad está detrás, en el fondo, en la sangre hecha cólera de las protestas del pueblo noble de los Estados Unidos. Así lo corroboran los 38 millones de pobres, con predominio de mujeres y negros, aunado a unos 40 millones de personas desempleadas, que también desandan insomnes y preocupados por las calles, sean de Nueva York, Mineápolis o Los Ángeles.

Veamos analíticamente la tragedia anual, durante tantos años invisibilizada, que nos indican las cifras del hambre antes citadas, y comparémoslas con las estadísticas, hasta ahora, de la pandemia cuyo terror publicitado ha llevado al mundo a usar el estado de sitio consensuado como método amable. Nada más en los EE. UU., al 31 de mayo de 2020, van 1.770.384 contagiados y 103.781 muertos, alcanzando el primer lugar de enfermos en el mundo, sin que se vea alguna política de emergencia para contrarrestar tal alud. Y en el mundo, para la misma fecha, se cuentan 6.082.549 de personas contagiadas, de ellas 369.544 fallecidas. Tomando en cuenta que en muchos países, como las cifras de 2017 antes sacadas a colación por la hipocresía institucionalizada, se ha dejado avanzar los contagios. Algunos mandatarios, por ignorancia o incredulidad, otros quizás por tener gobiernos en jaque mate ante poblaciones sublevadas y otros, tal vez, por hacer su aporte al proyecto de disminuir la población mundial —objetivo aspirado desde los estratos que se creen los dueños del mundo—, eliminando sobre todo a los pobres, negros, emigrantes y población de adultos mayores. Categorías que nada más en los Estados Unidos, a causa del coronavirus, incluye el 67 %, de los muertos. Seguramente, pudiésemos argumentar —mera coincidencia—, pero los planes, los estimados, el desarrollo y las predicciones son producto de la causalidad contable, no del azar. Y en ese morral de evidencias de la rebelión que protagoniza el pueblo norteamericano, usado tantas veces como carne de cañón, también se incluye redimir contra la burla y el descuido consciente del poder ante la muerte por pandemia de más de cien mil seres humanos, que precede la indignación que contienen estas protestas, y que de la misma manera van igual incluidos y honrados sus nombres en el reclamo que denuncia el ya criminalizado levantamiento popular.

 

Parte B

"No puedo respirar", similar a una metáfora del coronavirus o el coronavirus como una metáfora de este mundo, que ya no puede más ante la soberbia invasiva que ejecuta dictatorialmente el poder financiero internacional.

George Floyd, en el fondo, muy en el fondo, traduce desde la misma impotencia la violencia contra el planeta. Y muy íntimo, en sus signos vitales lacerados, los dolores de su pueblo, muriendo atropellado en el pronóstico puntal de alguna agenda transistémica.

Tanto aire en el ambiente, y por ahora ha sido trancado para ti, como a Katrina, y nada pasó; como Puerto Rico y todo fue impune; como Nueva York, capital de la muerte, y nada suena a sirena, excepto la entrada a las fábricas, independientemente de que mueras, igual, por no poder respirar.

Ya está escrita con anterioridad la evidencia, en los agujeros negros, en la capa de ozono, en la soledad de Kioto y la trasnacional de la OMS, que ya no les sirve, ni su muerte, al quitarle oxígeno a sus bolsillos.

Son los pobres. Los poderosos lo planifican y así lo hacen saber públicamente a los que hay que seleccionar para eliminar su vida, disminuir la población y tomar su aire, para "sanearlo de la pobreza".

Antes sus reuniones virtuales, las encomiendas hacen el trabajo sucio de los papeles secretos, que custodian los pasos del clima con fines militares, de las fábricas biotecnológicas de virus, del chip en la planta de los pies para recoger los últimos caminos libres de la tierra.

No obstante, los péndulos de los diversos cronómetros se alinean y coinciden en que estamos llegando al final de una época. Y aunque hace tiempo hemos dejado de ser mayoritariamente los mismos, estando cada vez más distantes y fatales, menos abrazados a una idea justa, acorazada de fervor y solidez, estos sucesos nos acercan un poco más, al develarnos las debilidades de los poderes imperiales. Lo cierto es que después de superarse este mundo en trance, menos seremos los mismos.

Pensar, ya no sé si bastará. Alcanzar un nivel de conciencia necesario, tampoco sé si será suficiente, cuando notamos que ni siquiera nos devolvemos del camino que tanta lógica nos dice, que vamos adonde nos esperan las estadísticas presupuestadas de la muerte.

Pareciera que posterior a estos tiempos de pandemia y de indignación queda la opción de guarecernos en nosotros mismos como aldea, de desarrollarnos, comprender y valorar nuestra individualidad en comunidad, que no debe ser entendida como individualismo, sino como alternativa política en familiaridad colectiva, en comuna integrada. La idea sigue siendo natural y material, simplificar la vida, deslastrando la sobrecarga de necesidades creadas, de vanidades y ambiciones copiadas de modelos sistémicos hechos a imagen y semejanza de los privilegiados. Buscar producir lo que comemos, usando los métodos sencillos que siguen enterrados bajo el cemento que pisamos. Reconstruirse como gente afectiva y solidaria y no como aspirantes globalizados, que subestiman y abandonan las identidades culturales sustantivas. Quizás sea una manera de evitar confrontar la trampa, esa de morir contribuyendo a la confabulación de disminuir la población para beneficio de los poderes trasnacionales, de la economía enferma de ambición. Floyd, con su muerte, alcanza a destapar la olla hirviendo de indolencia, que es antigua, ante el egocentrismo de un poder que se ha vendido como intocable, y que constatamos que no es tal. Ese mismo poder que abusa del aire con fines militares, de la prepotencia impune como violencia policial, de la biotecnología viral como proyecto insolente para disminuir el derecho a la vida de un 10 a un 15 % de la población mundial, según estima y considera pertinente el nuevo miembro del club, Billy "The Kid" Gates.

No les ha bastado con resetear el planeta para anexárselo y revenderlo en el GPS, con escanear el cerebro de la gente para precisar, controlar y decidir sobre la vida de los pueblos, sino que ahora amenazan con apropiarse de la Luna, de Marte y de la fuente del poema con fines militares, pero lo que no podrán jamás contener será la reserva de bella locura con que se alimenta la indignación para defenderse contra el exterminio, independientemente de la exagerada densidad represiva del Estado. Sobre todo, cuando el poder llega a creer que el pueblo es pendejo. Estamos conscientes de que no es cosa irrelevante enfrentarse al mayor poder imperial de todos los tiempos y que cualquier eventualidad puede suceder ante tan brutal enemigo, enfrentado en su mismo terreno, pero lo que mal sube mal habrá de caer. Por esto no es exagerado llamar la atención de la OEA en cuanto a la urgente aplicación de la Carta Interamericana, debido al desvío de los objetivos democráticos y constitucionales del gobierno de Estados Unidos, y a las flamantes organizaciones de derechos humanos a ser vigilantes del atropello contra los derechos fundamentales del noble pueblo de los Estados Unidos.

De igual manera, es significativo recordar lo eternamente sabido, que son también los pobres y despreciados del mundo, estudiados, metódicos, analíticos o no, en reunión permanente, organizados, estratégicos o no, los únicos que tienen el poder de clase para hacer las revoluciones, para juntarse y entenderse a distancia y producir la capacidad y la decisión de meterle candela a la opulencia, a la injusticia, al desprecio, donde quiera que esté y donde quiera que sea.

Con independencia de tanto terror y supremacía bélica, represión histórica, exceso de hambre, acoso, humillación y despojo, llega la hora del colmo, de darse su puesto de clase y ponerse los zapatos de la rabia y la conciencia, desmontando la depresión con su cara de tristeza, hasta hacer valer la fortaleza y dignidad de los pueblos y el justo derecho a existir en una sociedad donde nadie se crea con derecho a negar el aire a la existencia.

Por esos motivos de razones, sentimiento y emocionalidad de pueblo continuamente ahogado y burlado es que hoy arde el insigne, el soberbio y arrogante imperio. Se retuercen de incendios sus símbolos, entre ellos sus estatuas de la corrompida libertad, los héroes de Hollywood gestados para proyectar la supremacía como policía a ultranza del mundo. Se queman sus supermanes, los rambos y tarzanes y llama sobremanera la atención que no aparece el agua que apague la rabia condensada por tanto daño imperial al planeta de todos y a los pueblos humildes del orbe. Denotamos que nadie, incluyendo los tarifados de las ONG, se quema las manos por sus financistas confrontados, y menos se solidarizan con el coraje de un pueblo que se levanta contra la fealdad y prepotencia de una actitud imperial globalizada. La soledad del poder es tal que ni siquiera un alma en pena da la cara para llorar por sus cenizas. Más bien se siente como cierta alegría mundial antiimperialista de saber que el imperio, en su mismo patio, prueba la propia medicina con que ha violentado, invadido, robado y vejado a tantos pueblos en el mundo, incluyendo a sus mismos originarios. Nos recuerdan al jefe indio Seattle, ahora con nombre de ciudad levantada sobre los cementerios y las tierras usurpadas a su pueblo amerindio los Suquamish y los Duwamish, en lo que ahora se conoce como el estado de Washington.

Y todavía, desde sus cenizas, como tantas veces en la historia de avestruz de la humanidad, tienen la ridiculez de atreverse a levantar la voz y amenazar, sin poder aún lograr hacer insight, al estar obnubilados por la arrogancia, de que el pueblo estadounidense indignado los ha probado, ha dicho basta y los ha arrimado un poco a un lado del borde del abismo. Maravilloso mundo, Armstrong. El sueño americano ha despertado.

 

Carlos Angulo


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