EstoyAlmado | El ascensor
27/08/2023.- Para quienes nos criamos en casa, en tierra firme, un ascensor no debería ser un problema en la vida. Es un aparato para subir y bajar de edificios.
Pero cuando vives en un edificio y no lo tienes por tiempo indefinido, entonces comprendes lo necesario que puede ser para la cotidianidad. Subidas agotadoras por las escaleras, piernas adoloridas de niños que se niegan a dar un paso más y abuelas que sufren en cada escalón los dolores de la tercera edad mientras cargan a cuesta los víveres de la semana... La jornada se vuelve un calvario para todos. A pesar de eso, no falta quien bromeé con el asunto al ritmo de cada escalón:
—Hola, vecina, ¿haciendo ejercicio, no?
—Claro, con este entrenamiento ya estoy lista para subir el Ávila.
Si el ascensor se la pasa dañado es por varias razones: la corrupción de quienes recogieron el dinero para repararlo, estafas de técnicos que se aprovechan de la impericia de los vecinos o la incapacidad de la mayoría de ellos para pagar altos costos de la reparación.
Muchas veces el precio de la reparación cambia inescrupulosamente. Entonces, cuando la mitad de los vecinos reúnen, con mucho sacrificio, el dinero para repararlo, el presupuesto vuelve a aumentar; lo recogido apenas servirá de abono para comenzar los trabajos.
En el proceso de reparación habrá que hacer otro gran esfuerzo para completar el dinero. Todo eso ocurre frente a la indiferencia de unos pocos que nunca pagan la avería, pero son quienes más usan el aparato y cuestionan con saña cuando vuelve a fallar.
La reparación del ascensor no es garantía de que todos lo usen. De sus sesenta años, Edén lleva más de 20 subiendo por la escaleras del edificio donde vive. Uno a uno sube jadeante escalón por escalón, agarrada firme del pasamano y dosificando en cada paso su sedentario cuerpo. Aunque llega siempre exhausta a su casa en el piso 12, nunca usa el ascensor. Nunca. “Le tengo respeto”, dice como para matizar el miedo que le tiene a ese bicharango.
A veces, cuando se prepara para bajar por las escaleras, se abren las puertas del aparato. Los vecinos que desconocen su fobia a los ascensores, la invitan a meterse: “Venga, venga”. Por segundos Edén se para en el borde, tentada a meterse. Pero titubea, y con mirada zigzagueante declina la oferta. Huye por el camino que siempre ha considerado más seguro: las escaleras. Edén tiene su propia escala de certidumbre. Como todo ser humano, elige con cuáles miedos debe lidiar en la vida y por ahora el del ascensor no está dispuesta a afrontarlo.
En cambio, Luis, de 83 años, nunca le temió al ascensor. Lo usaba en sus años mozos con la tambaleante seguridad que le otorgaba cientos de grados de alcohol en la sangre. Pero eso quedó atrás. Sus rodillas hinchadas de ácido úrico, no se lo permiten. Cuando pocas veces lo usa, siempre lo acompaña un pariente. Para Luis el ascensor representa la nostalgia de una libertad individual que ya no tiene. Es su septuagenaria esposa quien hace las compras, aunque últimamente desarrolló el miedo de subirse al ascensor. Por eso cuando se monta en él, lo hace acompañada, nunca sola. Le aterra que se dañe y se quede adentro de esa cápsula asfixiante que parece volverse más pequeña cuando las puertas no abren, todo se apaga, el aire escasea y el pánico recorre cada centrímetro del cuerpo.
Elvira, una de las más jóvenes del edificio, resuelve el miedo de montarse en el ascensor llevando consigo su celular. Se siente segura con su teléfono móvil si algo le pasa dentro del aparato. Cuando se monta sin celular, distrae su temor pensando en problemas más severos: la falta de comida de la semana, los altos precios del colegio de los niños, las deudas, el tratamiento odontológico pendiente o la escoliosis en su columna que no la deja dormir. Por ningún motivo permite que la domine el terror atávico que le tiene al ascensor. Solo respira aliviada cuando las puertas por fin se abren.
Victoria, de 6 años, teme montarse en el ascensor y conseguirse al diminuto perro del piso 16. Le atormentan sus ladridos escandalosos. Cuando el ascensor abre las puertas, ella, con mirada escrutadora, se asegura de que el can no vaya dentro. Si se lo encuentra se tapa los oídos y rápidamente da unos pasos hacia afuera en el pasillo. En cada piso cuando las puertas abren, el canino ladra con furia y estruendo para intentar que nadie más se monte, pues el aparato es su feudo territorial hasta que él y su dueña lo usen.
Los hermanos Víctor y Daniela, de 6 y 8 años, respectivamente, desconfían del ascensor. “¿Es seguro?”, pregunta siempre la niña antes de subir. Ambos viven en una casa en tierra firme. Para ellos es nuevo montarse en una cabina metalizada hasta subir al apartamento de su maestra, donde reciben clases de nivelación, pues en su escuela solo vieron clases dos días por semana.
Es en el piso 6 cuando el ascensor hace un chirrido escalofriante. Quien lo usa por primera vez se le ensanchan los ojos o, por segundos, se llevan las manos al pecho. Elvira siente que nunca quedó bien desde la última vez que lo repararon. Sospecha que se robaron el poco dinero recogido. Su esposo, Alejandro, cree que lo dejaron a medio reparar para que se vuelva a dañar. De ese modo, la junta de condominio tendría un nuevo motivo para sacarle más dinero al edificio y quedarse con algún remanente.
Alejandro cree que es una coartada perfecta de la junta, y no es su descabellada su sospecha. ¿Quién se aguanta vivir sin ascensor? Los viejos no resistirían subir y bajar a diario. ¿Y los niños, las citas médicas, la compra del pescado los miércoles en el camión de la esquina? ¿Y el botellón de agua, por dónde se sube? Solo Edén está acostumbrada a subir, cual montañista que sube cumbres en un tris. El resto está fuera de forma. Conocen el dolor en cada escalón. Saben del cansancio existencial en cada subida.
Todo sería mejor si el segundo ascensor, dañado y abandonado hace décadas, también funcionara. Así las cargas de pasajeros se distribuirían mejor, y cuando falle uno, se usa el otro. Lástima que la disociación antichavista impidió que la alcaldía chavista lo reparara sin costo alguno. Cuando se hicieron las diligencias, un reducido grupo de vecinas gritó azarosamente que los funcionarios venían a invadir los apartamentos. Histeria, alarma. La propiedad privada en peligro.Se imaginaban invasores con niños en brazos, aferrándose a su derecho a la vivienda. El pánico cundió en casa piso, y las puertas de cada apartamento fueron cerradas con doble llave. En los apartamentos más viejos no faltó detrás de la puerta el tubo atravesado a la altura de la cerradura.
Mientras tanto, los técnicos de ascensores de la alcaldía esperaban afuera del edificio, perplejos de saber que el miedo ofuscó a toda una comunidad. Al cabo de un rato se marcharon, dejando a la mayoría de vecinos arrepentidos de contar con los dos ascensores 100% operativos, igual como cuando se inauguró el edificio en los años 70. Si la mayoría hubiese levantado la voz, la minoría histérica no hubiese impedido la reparación.
Hoy, después de tantos años de ese incidente, la oportunidad regresa, porque todo lo bueno siempre vuelve, como las revoluciones. La Alcaldía de Caracas propone reparar el edificio, incluyendo el ascensor. A cambio, los vecinos deben aprender a reciclar: separar el cartón, el vidrio, el plástico y demás desechos sólidos. Deben entregarlos a las autoridades como forma de pago.
Ojalá esta vez el miedo no los paralice, y que el ascensor sea motivo de orgullo comunitario y logro colectivo. Ojalá Edén se atreva a montarse en el ascensor. Sería una buena señal para todos. Que esta vez el subibaja natural de la vida se sienta seguro.
Manuel Palma