27-F, gran desmentido de la paz social bipartidista

Herederos de IV República pretenden vender la idea de que éramos felices y no lo sabíamos

CAP pensó que podía aplicar las medidas fondomonetaristas sin que el pueblo se alzara.

 

Carlos Andrés Pérez, el demócrata que creía tener el liderazgo suficiente para imponer el paquetazo en un clima de paz social, tuvo que hacerlo a sangre y fuego

27/02/24.- Los sucesos que ocurrieron del 27 de febrero y días sucesivos de 1989, son el más grande de los desmentidos a quienes ahora pretenden presentar a la Cuarta República como un tiempo de idílica paz social, perturbada luego por unos militares cabezacaliente.

Han pasado 35 años, de modo que estamos obligados a ubicarnos en el contexto del momento como lo que es: un hecho histórico que buena parte de la población no vivió o tan solo recuerda vagamente.  

Empecemos por decir que apenas estaba comenzando el nuevo Gobierno, electo con una mayoría muy contundente en diciembre de 1988. El presidente recién juramentado no era un dirigente cualquiera de la época, sino el líder más popular que tuvo el Puntofijismo, el período entre 1958 y 1998: Carlos Andrés Pérez.

Estamos hablando de un caudillo con mucha popularidad y un gran carisma, que había logrado reelegirse luego de los diez años de veda que establecía la Constitución Nacional de ese tiempo para optar a la reelección, pues su primera pasantía en Miraflores transcurrió entre 1974 y 1979. Y había centrado su campaña en la promesa de volver a la “Gran Venezuela”, de ese primer Gobierno.

La toma de posesión de Pérez, el 2 de febrero fue comparada con la coronación de un monarca. El acto de transmisión de mando, que debió realizarse en el hemiciclo del Senado de la República (el Congreso era bicameral), en esa oportunidad se escenificó (valga el término) en la sala Ríos Reyna del Teatro Teresa Carreño, con gran pompa y una enorme lista de invitados internacionales.

Todo parecía indicar, basándose en el resultado electoral y en la enorme ascendencia popular de Pérez, que iba a producirse una especie de luna de miel entre él y el país al menos durante algunos meses, aun cuando era público y notorio que las finanzas públicas manifestaban un dramático deterioro. La deuda externa tenía un insoportable peso en el presupuesto nacional y, por lo tanto, habían venido disminuyendo drásticamente las capacidades del Estado para atender los programas sociales.

El sistema político parecía estar en crisis, pero aún a salvo, pues el electorado que concurrió a las elecciones presidenciales y legislativas votó no solamente por Pérez (y por su partido Acción Democrática), sino también por el otro candidato del bipartidismo, Eduardo Fernández (de Copei). Entre ambos polarizaron absolutamente el resultado electoral, lo que podía entenderse como una ratificación de la fe, un voto de confianza del pueblo hacia el modelo imperante en el que la izquierda, extraviada y dividida, reunía menos de 10 % de los votos.

Luego de los fulgores de la coronación, Pérez procedió de inmediato a la aplicación de un programa de ajuste macroeconómico bajo la modalidad de shock. Y no hubo luna de miel, sino un bautizo de fuego. Puede decirse que el mandatario sobreestimó su propio liderazgo, pues llegó a decir que era el único dirigente democrático latinoamericano capaz de aplicar un paquetazo fondomonetarista sin que se le alzara el país.

La policía y las Fuerzas Armadas mostraron una represión que superó todos los límites.

 

Esto lo decía porque, ciertamente, se habían aplicado ajustes neoliberales en varios países empezando por Chile desde 1973, pero bajo regímenes dictatoriales muy represivos. Su profecía no se cumplió: por lo contrario, apenas unos días después de los anuncios de las medidas económicas, aquel nefasto lunes, 27 de febrero, comenzaron los peores disturbios de la historia reciente del país, los que derivaron en una imparable ola de saqueos a comercios.

En respuesta a esos actos, se produjo una escalada represiva también sin precedentes. Los desórdenes sobrepasaron velozmente la capacidad de contención de las fuerzas policiales y de la Guardia Nacional, la rama de las Fuerzas Armadas Nacionales con funciones antimotines. Salieron a la calle tropas de todos los demás componentes militares: el Ejército, la Fuerza Aérea y la Marina, con sus armas de guerra; se decretó la suspensión de las garantías y el toque de queda. Se desarrolló bajo esos parámetros de estado de excepción lo que no puede llamarse de otra manera sino una matanza, una masacre que se cebó contra los sectores más pobres de la población.

Los venezolanos y las venezolanas que estábamos en la ciudad en esos días, la vimos convertida en un escenario de guerra en la que en las noches se oía el traqueteo de las ametralladoras disparadas a discreción. Fueron tantas las personas caídas en esos episodios, que se abrieron fosas comunes en el Cementerio General del Sur, en un sector llamado macabramente La Peste.

Pérez, el demócrata que creía tener el liderazgo suficiente para imponer el paquetazo en un clima de paz social, tuvo que hacerlo a sangre y fuego. El Caracazo dejó en evidencia que no iba a ser viable la aplicación pacífica de unas medidas absolutamente antipopulares. Fue un gran revés para las fuerzas neoliberales de la región y para quienes impulsaban esos recetarios desde los organismos multilaterales y desde el poder imperial.

A pesar de ese resultados, los tecnócratas fondomonetaristas y las oligarquías locales nunca han renunciado a su empeño de aplicar esos programas que sólo implican la transferencia a manos de la banca internacional y a las grandes corporaciones de los fondos que deberían ser utilizados en la atención de las necesidades básicas de la gente. Hoy, 35 años después de aquella Caracas ensangrentada, continúan imponiendo sus programas en toda la región nuestroamericana.

Y los herederos de la clase gobernante de entonces, acá en Venezuela, siguen tratando de borrar el recuerdo de tan tremendos traumas colectivos, para vender la idea de que en aquellos tiempos todos vivíamos felices y no lo sabíamos.

Tecnócratas y olígarcas insisten en aplicar medidas que se apropian del dinero destinado a resolver las necesidades de la gente.  


Un crujido en el campo militar

Los acontecimientos del Caracazo pusieron también en evidencia el carácter profundamente represivo que se escondía en los altos mandos de las Fuerzas Armadas de ese tiempo, casi todos formados en la Escuela de las Américas (la gran academia de la represión estadounidense), igual que lo habían sido todos los demás oficiales de los ejércitos de América Latina.

También salió a relucir la cara más tenebrosa de las policías. En ese tiempo existían la Dirección de los Servicios de Inteligencia y Prevención (Disip, que mutó, ya en este siglo, al Servicio Bolivariano de Información Nacional, Sebin) y la Policía Metropolitana. Esos organismos actuaron en algunos casos con gran saña, aprovechando que les habían dado luz verde para la represión con la suspensión de garantías y el toque de queda.

No es que esos cuerpos militares y policiales hubiesen tenido antes una hoja de servicio transparente. Habían ocurrido acontecimientos muy graves en los años previos, como la Masacre de El Amparo, en octubre de 1988; la Masacre de Yumare, en 1986, y la Masacre de Cantaura en 1982. Pero lo que ocurrió a partir del 27-F de 1989 sobrepasó todos los límites.

Algo crujió dentro de la institución militar y por eso el Caracazo se considera un antecedente fundamental de la insurrección militar del 4 de febrero de 1992, acontecida apenas tres años después. La dignidad de la oficialidad joven dio un grito y la historia cambió de rumbo.

CLODOVALDO HERNÁNDEZ / CIUDAD CCS


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