Micromentarios | Con febril impaciencia

14/01/2025.- Con febril impaciencia declaro solemnemente que detesto los granitos de arena metafóricos a los que no sé de qué manera ni dónde portarlos para aportarlos; también ir al grano en las conversaciones, siendo que todo el mundo huye de la sinceridad como del demonio; odio las agujas que se internan en los pajares para jamás ser halladas; me produce fobia, no miedo, el monstruo de los celos; siento asco de las risas de hiena y las sonrisas seductoras, porque aunque ligeras como plumas, en realidad pesan como losas.

Me producen náuseas las espirales de violencia, los baños de multitudes, la facultad de poder matar dos pájaros de un tiro, las dudas que asaltan y hacen que los pensamientos se extravíen por intrincados laberintos. Estoy harto de las súplicas mudas que, por contagio, logran que me quede mudo de asombro. Soporto con paciencia de santo las noticias de rabiosa actualidad que me obligan a bailar en la cuerda floja.

Doy trato de terribles enemigos a las estupideces supinas que me apremian, condeno las señales del cielo, aunque brillen con luz propia. Pese a saber que no todo monte es orégano, reconozco como una amarga derrota la dimisión irrevocable del buen gusto y el sentido común. Cuántas veces he cruzado el Rubicón, sin contemplar el abanico de posibilidades que se me presenta, que puedo decir, sin que me quede nada por dentro, que al respecto tengo una dilatada experiencia.

He claudicado ante la pertinaz sequía del amor y reconozco que cuando a la ocasión la pintan calva, me abandono a la buena de Dios ante talles cimbreantes como palmeras, pechos turgentes, labios de coral y dientes de perla –que siempre arden en deseos–, pues me atraen como un imán.

No quiero sentir el frío glaciar, aun cuando llueva a cántaros, ni permitir que con mano temblorosa la suave brisa me invada por completo y me deje sumido en la tristeza. Tampoco tolero que alguien trate de darme gato por liebre, ni que, tras despojarme hasta de la decencia, se me deje en traje de Adán, tal como Dios me echó al mundo.

Puesto que el horno no está para bollos, no pienso pagar los platos rotos, ni cargar muerto que otro mató, ni meter de nuevo la pata. Tampoco me convertiré en carne de cañón, porque sé que se puede armar la de San Quintín. Pese a todo, en el silencio sobrecogedor de la noche, mi rostro se ilumina cuando los recuerdos fluyen y a mi mente acuden, con fuerza hercúlea, los ladridos lastimeros, el sordo rumor y la febril impaciencia del remoto pasado, ese que se remonta a los albores de la humanidad.

Pueden contar con que no me saldré por la tangente ni echaré más leña al fuego. Ni siquiera haré una tormenta en un vaso de agua, ni mucho menos me iré a freír espárragos, aunque pase la noche en blanco y deba decir las cosas sin pelos en la lengua.

No seré ya ese que guarda un as en la manga, que se mira el ombligo con los ojos como platos, ni el que anda siempre en Babia. Mucho menos el que da su brazo a torcer, se queda de piedra o se rasga las vestiduras. Nunca he tirado la toalla, ni siquiera en época de vacas flacas, ni se la he dado a nadie con queso. No soy de los que andan en ascuas, aun a riesgo de abrir la caja de Pandora.

Le guste a quien le guste y no le guste a quien no le guste, ya no andaré con pies de plomo. Desde el marco incomparable de mi vida y sin bajar la guardia, hoy puedo afirmar, sin temor a equivocarme, que tengo la sartén por el mango; cogeré el toro por los cuernos, conservando la esperanza –que es lo último que se pierde– de que mis acciones no me costarán un ojo de la cara.

Puede que se me acuse de dejar la pelota en tejado ajeno porque, a partir de aquí, voy a dejar el pego. A la chita callando, debo confesar que no me quedan palabras para seguir. ¡Ay, si las paredes hablaran!

Armando José Sequera 

 

 

 


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