Aquí les cuento | Nunchaku (II)

31/01/2025.- Claro que todos los muchachos asistíamos a la escuela. Unos estábamos en Fe y Alegría, que las monjas tenían en el cerro, y la mayoría bajábamos a los liceos públicos que estaban en lo plano, por los lados de la Redoma.

Pero fíjate. Así como le preguntas a un muchacho de primer año: ¿Qué quieres estudiar cuando culmines bachillerato? Y te contesta, por ejemplo: medicina. Y que cuando cursa tercer año cambia para ingeniería. Igualito ocurrió en el barrio – a Dios gracia- Los muchachos, incluyéndome, una vez que empezamos a sumergirnos en las historias que contaban las películas chinas; cambiamos la natural vacación de crecer con el ejemplo de los “duros del barrio”, aquellos tipos que usaban una Magnum 357 y que tenían una banda, con la cual atracaban y sumaban galones a su fama.

Había que crecer y prepararse para sobrevivir porque, igual que en las películas chinas, era usual que los tipos de otros barrios realizaran incursiones en los espacios controlados por los de las bandas, que mantenían control y paz en el sector de nosotros. Y eso ocurría por cualquier motivo, por ejemplo: si algún chamo de este cerro se enamoraba de alguna carajita del otro lado, mira ahí se armaba la grande.

Recuerdo que cuando se hacían los bonches por cualquier causa: un cumpleaños, alguna fecha religiosa, donde no faltaban ni el Aniceto ni la miniteca, uno se enteraba de todo en el liceo. Y tú te podías sentar en la escalera a mirar cómo subían los chamos del sonido, escalera arriba, con aquellas cornetotas en la espalda hasta llegar a la cancha o al espacio abierto de la calle, donde los yips de pasajeros dan la vuelta. Lo cierto era que ningún vecino dormía esa noche. Y ahí desfilaban los zagaletones de todo Petare, muchos de ellos estaban enculebraos.

Al cruzarse temprano, al comenzar a sonar los platos de los picoses y aquellas cornetas, se miraban y hasta se saludaban con cierto recato; pero ya pasada las doce de la noche, después de que todos estaban entonaos de tanta curda y otros aliños, se armaba el zaperoco. Aparecían los yerros y empezaba la plomazón y la gritería.

Este que está aquí se retiraba temprano. Antes de las diez ya estaba en la casa. Y si me pasaba de la hora, mi mamá me iba a buscar. Yo no esperaba que eso ocurriera, porque ¿cómo aguantaba el cahalequeo los días siguientes?

Uno se quedaba dormido con la música que siempre amanecía. Aunque muchas veces se paraba cuando, sin anunciarse, empezaban los tiroteos, las carreras por las escaleras y las voces de los contendientes

—¡Tira broder!

—¡Dale! ¡Dale!

Y amanecían las escaleras y los callejones con huellas y algunos charcos de sangre. Y siempre, los naturales comentarios de los vecinos:

 —¡Mataron a fulano!

—¡Bajaron a zutano al Pérez de León!

Nosotros sabíamos que eso era posible, pero nunca vimos los cuerpos de los muertos. Y los que quedaban heridos se los llevaban porque los que bajaban al hospital eran los mirones, que agarraban plomo por estar en la línea de fuego, porque si hubieran sido de alguna de las bandas, los tipos bajaban hasta la emergencia y ahí mismo, a la vista de las enfermeras y todo el gentío que está esperando atención, le clavaban su tirote y se lo mandaban a Perucho.

Bueno, pero el asunto es que desde que empezamos a ver las películas de Kung-fu, cambió en forma radical la natural inclinación de prepararnos para la violencia. Había que tener armas de fuego para repeler a los contrarios y preservar lo único que teníamos: el pellejo.

Los panas nos reuníamos a comentar las películas, y cada uno dentro de su corazón sentía el deseo de vivir en una pradera verde, con ríos cristalinos, con estanques de peces, cisnes y aquellos templos, donde la gente hacía meditación, tenía gimnasios y un anciano maestro, quien te enseñaría las artes marciales.

En esa época, empezamos a vestirnos con unas franelas blancas y unas zapatillas de lona negra y suela vinotinto, que vendían en la zona franca de margarita y que traían, a diez bolos, las vecinas que viajaban cada dos semanas, y que llegaban a las casas a ofrecer sábanas, toallas, pantaletas leonisa, queso de bola y brandy Terry.

Todos queríamos ser como Bruce Lee, al menos en la pinta, y los que eran un poco gorditos, hacían mucho ejercicio y paraban el pico. Porque nuestro héroe, a pesar de tener el culo seco, lo demás era puro músculo. ¡Dígame los pectorales y los chocolaticos del abdomen!

No crean, los muchachos empezamos a sentirnos, a pesar de la ruidosa dinámica de la ciudad, con una paz interior. Y muchos dejamos la Pepsi y comenzamos a beber infusiones de pira y hierba Luisa. Lo que nunca nos resultó sencillo fue comernos el arroz con los palitos, que no eran tan caros y que los comprábamos en el mercado que tenían los chinos subiendo hacia La Florida.

Aquiles Silva.

 

 

 

 


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