Crónicas y delirios | El ardor metálico de Fobos y Deima

26/05/2023.- Yo trabajaba en el Laboratorio de Inteligencia Virtual y mi vida se reducía a una verificación de conectores suprasensoriales. Cada segundo debía obedecer las órdenes de la computadora centralizada: un armatoste sin espíritu que me dislocaba los motivos de la existencia.

Jamás aprendí las venganzas del odio, ¡no estaba en mis principios de dignidad!, pero muchas veces quise romperle la crisma de la pantalla a fin de que se extinguiera con fulguración. Sin embargo, adopté el camino de engañarla mediante ardides que su esquemática sapiencia no podía detectar, y entonces trastocaba los mensajes y se retorcía en ofuscaciones.

El empleo, si es que esto llenaba el criterio de tal denominación, me produjo miserables tormentos, pues observaba que otros —menos voluntariosos que yo— habían escalado niveles intergalácticos y obtenían beneficios de cierta libertad. Mi ánimo empezó a decaer y solo una fortaleza cautiva me dotaba de empujes para el ejercicio de subsistir.

Dentro de los laboratorios de la Estación Nilias 2 no hay formas de divertimento ni causas alegres. La noche se eclipsa en un arco opaco, los días carecen de soles, el presente es una molécula de luz invariable y el pasado extiende la cola como un satélite amargo. Cuando creía que me esperaba la abusiva soledad, llegó Deima. Alta, soberbia y con unas piernas de reflejos sinuosos. Desde ese momento, tal vez signado por el azar cuántico, mi rutinaria labor adoptó el alcance de una dichosa agonía: solo perseveraba en la contemplación de la sensual Reguladora de Ámbitos Electroaxiales y tuve que esforzarme para no manchar de equivocaciones las normas cotidianas.

Deima mostró de inmediato su analítico talento: solucionaba problemas en el golpe de una idea, variaba el curso de las pautas, modificaba rangos de archivo y exclusión, pero jamás se otorgaba la oportunidad de un despliegue amable, y eso me hacía sufrir hasta el borde de la ofensa.

Aunque nunca adoré la poesía, por considerarla sombras del alma humana, ocupé muchas horas en sus megabytes de tiernas palabras y sentí un erizamiento que me iba encadenando a Deima ("Lumbre que jamás quemó", "Amour, amour... adieu, prudence", "But love is blind").

El desquicio produjo en mí una falta de apego a las tareas del laboratorio. Quería huir, escaparme hacia las dimensiones de cualquier meteorito con nombre absurdo o hacerme trizas frente a los propios ojos quietos de Deimos. Nada fue necesario porque la suerte infinitesimal vino en mi ayuda una tarde de súbitos peligros. Recreo la situación como si todos los alelamientos se afinasen en un cuadro único, y oigo todavía la voz de Deima solicitando que la desprendiera de los rayos abrasivos del circuito gamma. Logré interrumpir el incendio a fuerza de astucias y ella lo agradeció con una frase auguriosa: "No lo olvidaré, Fobos".

Utilicé, luego, el pretexto para acercármele: "¿Te sientes mejor, Deima?", pero en ese instante la Supervisora Catódica pasó por nuestro lado y volvió angustia la posibilidad de comunicación; sin embargo, percibí en Deima una hebra de simpatía, una esperanza, un temblor. Y horas después, como enlace del diálogo interrumpido, Deima respondió: "Sí, estoy bien".

Por el solo hecho de esa brevedad cordial, me sumí en alteraciones y abulté el curso del desespero. ¿De qué forma atraería a Deima para los mutuos arrojos del enamoramiento? Pensé en una declaración intempestiva o en requiebros sublimes a través del holograma láser, pero mi completa ignorancia amorosa abortó los planes y me quedé con la sensación de varios aguijones dentro del alma numérica.

Una tarde ocurrió lo inesperado. Las lluvias atómicas que frecuentan el mes de Onixio, tercer período del año, según el calendario transorbital, dejó sin energía nuestros espacios y tuvimos que aferrarnos al descanso. La hermosa Deima se ubicó muy a mi izquierda y, aprovechando las invisiones de la gigantesca máquina, comenzó a rozarme tiernamente. Agradecí sus bríos y empecé también un juego de explícitas caricias. De nuevo, la Supervisora nos truncó el gusto cercano.

Ya las furias estaban abiertas para los derroches y por eso acometí la valentía de concretar mis ansias: bajo la nocturnidad me deslicé hacia Deima. Ella no dormía. Su mirada se encontraba fija en el atisbo. Le tomé la mano y subí hasta sus labios. Nos abrazamos con precipitación, agitados, corporales, enardecidos. Aunque yo no era un magíster en amoríos, el deseo me señaló las vetas del juntamiento y logré acoples formidables. Deima palpitaba y desfallecía, para de inmediato reiniciar las vehemencias como si el universo diese saltos en su ombligo gris.

El primer encuentro evidenció que nuestros porvenires se hallaban unidos, y así propiciamos vernos en la extensión del secreto. Deima se las arregló para que me transfiriesen a su dependencia, y entonces obtuvimos la fortuna de una calurosa aproximación: sobamientos rápidos, besos a hurtadillas, manoseos furtivos. Pero las ganas nos obligaron a quebrantar las normas y violentamos el linde concebible. La penetré en mil secuencias y en distintos antojos, le hurgué el infinito, me adueñé de su aparato trasero y lamí sus provocaciones, arriba, abajo, arriba, abajo.

El placer cambió a Deima y le impuso su senda de lascivias. Ella quería acción, marañas de lubricidad, sin importarle el riesgo que corríamos; y en cualquier descuido de la Supervisora, se adueñaba de mi erecto embrollo.

El último encuentro aún me agobia de miedo. Ella jadeaba sobre mis piernas cuando el foco de la máquina central nos descubrió. Una sirena de alarma obturó la red de protección y por los altavoces se pedía a los gendarmes mecánicos que nos aprendiesen. Seis, ocho, diez acorazados cayeron encima de Deima y a otros iguales les correspondió sujetarme.

La máquina emitió el veredicto enseguida: destrucción para Deima y feroces castigos para mí. No pude oír su amasijo mortal dentro del cubículo de exterminio, pero sé que me llevó en sus ardores.

Hoy solo vivo a hierro de recuerdos, a ensanche de lágrimas de robot.

 

Igor Delgado Senior


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