Micromentarios | Hijos del machismo

26/11/2024.- En estos días Netflix ofrece, entre sus opciones de espectáculo, un filme y un serial nacidos a partir de obras literarias de nuestro continente: la película Pedro Páramo, basada en la novela homónima de Juan Rulfo, y la serie Cien años de soledad, de la novela del mismo nombre, de Gabriel García Márquez.

Los protagonistas de ambas producciones son notorios representantes del machismo en su forma más detestable: engendrar tantos hijos como les sea posible. Pedro Páramo y Aureliano Buendía residen en zonas rurales. Su magnificencia se expresa no solo a través de posesiones, abundancia de recursos económicos y poder político. También mediante su producción de hijos bastardos en distintas mujeres. Pedro Páramo ha tenido una cantidad indeterminada de ellos en su pueblo, Comala. Aureliano Buendía, en Macondo y sus alrededores, ha engendrado 17 en 17 mujeres.

Ambos personajes reflejan las sociedades machistas de los respectivos países de sus creadores –México y Colombia–, en las primeras seis décadas del siglo XX. Tal modo de conducta no era exclusivo de tales naciones y se hallaba extendido por el resto del continente.

Entonces, la virilidad de un individuo la reflejaba públicamente su capacidad reproductora: mientras más descendientes, más macho se era. De hecho, se consideraba un rasgo de destacada hombría haber perdido la cuenta de los hijos.

Desde la invención de la píldora y otras técnicas anticonceptivas –la mayoría asumida por las féminas, no por los hombres–, el machismo procreador se redujo, al menos en los espacios semirrurales de la capital y las otras ciudades importantes.

Lamentablemente, en lo que llaman el interior profundo –las zonas campestres, alejadas de las urbes y en los espacios ganados por la marginalidad–, aún persisten los sementales. Las primeras presas de estos depredadores, generalmente, son sus propias hijas, sus sobrinas y chicas de su vecindario.

El número de estos individuos ha descendido gracias a que muchas mujeres han tomado posesión de sus cuerpos y dejado de medir su amor por la cantidad de hijos naturales que procrean con su hombre.

Yo mismo soy uno de esos hijos espurios. Mi padre no tenía dinero, posesiones ni poder. Solo un físico espléndido y una labia que le proporcionaron el apodo de El hombre más bello del mundo. Tuvo cinco hijos en su matrimonio y, hasta donde pude investigar, 23 fuera de este.

Fui uno de los ilegítimos, criado por mujeres, sin presencia masculina en la casa. Pero dichas mujeres –alienadas por el tradicional paternalismo–, intentaron fomentar en mí el comportamiento machista de mi padre, sin tener en cuenta lo traumático que resulta crecer sin contar con un papá, como tenía la mayoría de mis amigos y compañeros de clases.

Mi padre falleció a los 35 años y es de suponer que, como muchos otros padrillos venezolanos y del resto del continente hispanoparlante, habría tenido decenas más de hijos e hijas de haber seguido viviendo.

 

Armando José Sequera 

 

 

 

 

 

 

 

 


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