Letra fría | Mis barrios en este estrujar de la memoria

17/03/2024.- Si estrujar es: "Apretar algo para sacarle el zumo", sospecho que, en este afán de montar una escaleta para armar los recuerdos, sigo en el ejercicio de estrujar mi memoria. Además, tengo que darle rapidito, porque después de los setenta las neuronas no ayudan mucho, aunque mis amigos y hasta mis médicos digan que en mi caso el ron las repotencia, al igual que el poco humor que me queda.

Cuando terminé la serie sobre aquellos viajes por Japón, hurgando en ese cerro de papeles a mi alrededor y habiendo prometido "hablar de mis barrios, que también tuve, solo para dejar constancia de que no toda mi vida ha sido de cinco estrellas, pero eso quedará para el año que viene", me di cuenta de que ya es 2024. Al recordarlos, entiendo que también tuvieron sus estrellas. A veces eran cinco, cuatro y hasta tres, nunca dos ni una —ni siquiera esta media en la que vivo actualmente—, pero gracias a este "estruje" memorioso, todos los barrios se vuelven de cinco estrellas en mi espíritu, "oséase", en el goce infinito de mi alma. ¿Cómo me quedó? Con esa pregunta fasciné a una carajita que le encantaban mis locuras… ja, ja, ja.

Tierra de Nadie fue el mejor barrio de mi vida, el patio de honor de la utopía, como la nombró mi compadre Juan Sará. Allí aprendí a convivir con poetas, muchachas inolvidables del valle de los caídos, hermanos ñángaras, jíbaros y cuanto malviviente se colaba en aquel campus universitario. Yo venía de ser el rico de la Pontificia Universidad Javeriana de Bogotá, donde la pasé sabroso entre los 17 y los 20 —hasta en la Zona Rosa viví—, pero llegó el día en que me tocó volver a la realidad: estar en Caracas con una beca de la UCV porque peleé con papá.

Fue en ese tiempo cuando entendí que yo podía interactuar con ricos y pobres, y hasta con malandros. Es una de las cosas que le agradezco a la vida, que no hago diferencias entre unos y otros. Los ricos me adoran y los pobres también, ¡y hasta los malandros me respetan! Ja, ja, ja… Y como cuento, fui pobre, pero feliz. Viví en residencias en Santa Mónica y los Chaguaramos, sendas experiencias, hasta que Dilcia vino y vivió también en una habitación. Entonces nos veíamos en los moteles de la avenida Las Acacias, hasta que una noche, en uno llamado La Floresta —que nunca olvidaré y donde hoy hay una torre de Misión Vivienda, frente a una tienda de aparatos electrónicos y diagonal a una concesionaria llamada Lino Fayen—, engendramos a Ligeia. ¡Esa fue una de las más hermosas felicidades de mi vida!

Lo de la barriga fue un caso, porque tuve que trabajar a los 21 años. ¡Qué pecado! Je, je… Nos mudamos a un cuartico en la azotea de la casa de una portuguesa en las cercanías de Sabana Grande, y logré con los adecos de la época concentrar mis clases los martes, miércoles y jueves en el liceo José María Vargas de La Guaira. Luego el novio de una prima me alquiló un apartamento en Los Ruices, hasta que logramos comprar el apartamento de La Quebradita, en San Martín.


Noticias Relacionadas