Caraqueñidad | De idiotas e idiotos

Mucha conciencia ante los influencers y su impacto

15/07/2024.-

Las redes sociales les dan el derecho de hablar a legiones de idiotas que primero hablaban solo en el bar, después de un vaso de vino, sin dañar a la comunidad. Ellos eran silenciados rápidamente, y ahora tienen el mismo derecho a hablar que un premio Nobel. Es la invasión de los idiotas. (Umberto Eco, filósofo y escritor italiano, especialista en semiótica).

Un influencer es una persona que, de algún modo, ha logrado destacar en los canales digitales, especialmente en las redes sociales (…) Una celebridad de internet, un influyente o influenciador (…) es una persona o animal que se ha hecho famoso a través de internet…

He aquí dos extractos de definiciones aisladas que aparecen al consultar, justamente, en internet. Se hurga sobre ellos porque lucen, según se vea, más dañinos que importantes. Acá van varias explicaciones que refuerzan tan ¿retrógrado? planteamiento…

En un comercial de televisión que simula una transmisión en vivo para una red social, una idiota se alegra porque otra idiota se hace famosa cuando se le derrama encima un menjurje verde al dejar mal tapada su potente licuadora. Pero hacen ver todo nice: "Amiga, eres tendencia. ¡Te están viendo más de un millón de personas!". Sin importar la pifia expuesta al público, la tonta alabada, con inusitada inocencia, salta eufórica, irradiando orgásmica algarabía ante las cámaras.

Otra idiota, en otro sketch, hace un par de preguntas a su odontólogo de confianza —su supuesta madre—: "¿Cepillarse con esta marca de crema dental garantiza la salud de mis encías? ¿Eso hará que tenga más seguidores en las redes sociales?". Más idiota resulta su intento subyacente de posicionar el mensaje central: es mejor tener seguidores que salud bucal.

Mis sinceras excusas. En lo sucesivo, para evitar epítetos machistas o antifeministas, trataremos de explicarlo utilizando lenguaje inclusivo, usado más por moda que por buen modo en una hemorragia de innecesarias palabras que no incluyen nada ni aclaran el mensaje…

Sobran los ejemplos de "idiotos" que se ahogan en vacías sandeces solo para lograr más likes y seguidores, lo que los hace mejores influencers. Poco importan las barbaridades planteadas. A mayor frivolidad, mejor. Lo determinante es tener una catajarra de idiotas e idiotos que te sigan, sin análisis ni capacidad de discernir. Esos son los que, más cada día, tienen peso específico en la formación del, ya deformado, patrón de la opinión pública del hombre y la mujer nuevos, tan necesarios para los desafíos que se avecinan.

Idiotas e idiotos, y sus seguidores, podrán refutar con lógica de mercado al comparar sus abultadas cuentas bancarias con las de quien esto escribe. No obstante, seguimos resilientes ante tanto daño al lenguaje, a la opinión pública y a la conciencia colectiva.

En nuestra época de formación —que fue hace muy poco—, entre los setenta, ochenta y, también, los noventa, los verdaderos influencers de primera línea estaban en la casa y eran reforzados en la escuela. Ahora, con un grueso grupo de padres "de algodón" y jóvenes "de cristal", las tendencias son muy permisivas y minan de peligrosas tentaciones el camino deseado para las nuevas generaciones.

Nuestros padres —con o sin formación académica— tenían sus métodos. Había comunicación directa. Nada de internet ni de relaciones impersonales. Sabían detectar nuestros intereses y necesidades y, a pesar del poderoso empujón de la sociedad de consumo —inevitable en estas sociedades—, la cosa tomaba otro rumbo, aparentemente más sano.

Ante cada oferta superflua, distinta a los intereses de la familia y del crecimiento integral de los más jóvenes de cada hogar, un ensordecedor silencio guiaba las penetrantes miradas, que con cada movimiento de pupilas, emitían órdenes estrictas. Los ojos "pelaos" eran códigos. Sin palabra alguna y sin entropías, había feedback.

Retroalimentación pura. Incumplir o transgredir los acuerdos tácitos daba alas libres a los amenazantes suecos del Dr. Scholl's o a grandes hebillas atadas a amaestradas correas que, en caso de atinar, dejarían huellas disciplinarias. En la mayoría de los casos, no se consumaron actos violentos. Eran solo advertencias que solidificaron las bases de crecimiento de aquellas juventudes, de esa gente que resultó pensante, con ideas y raciocinio. Idiotas e idiotos tenían escaso caldo de cultivo, eran minorías o no existían, salvo en programas humorísticos, en los que actuaban bajo un guion severamente crítico.

Un ejemplo mundial en la actualidad es el fulano zorro que se cree gallina. Con pelos y sin plumas, cuadrúpedo y no bípedo, decide ser la mamá de los pollitos. El marco legal lo protege. Se autovictimiza amparado en la ley contra el odio. Exige ser tratado(a) cual ave multicolor, aunque aúlla y muerde porque no sabe cacarear. A pesar del amenazante hocico, que en su retorcida imaginación muta en pico gallináceo, la sociedad debe permitirle su ingreso al gallinero, pero cuando el daño está consumado, huye en raudo galope, una vez saciados sus tergiversados apetitos. Eso lo justifican, en su mayoría, los influencers de hoy. Luce como el exterminio de poblaciones que asesina las relaciones naturales entre parejas de la misma especie, menosprecia los valores de la familia y sepulta el amor.

Es innegable que existe una contracorriente de personajes con formación académica, de diversas tendencias, posiciones políticas y variados gustos sexuales que, por fortuna, difunden contenido de interés. Dependerá de las orientaciones del neurálgico triángulo hogar-escuela-individuo. No obstante, preocupantemente cada vez son más los contenidos irresponsables, disfrazados de inocentes, que, por un fenómeno social, son los que penetran con mayor facilidad en los consumidores de las redes. No hay controles. Es un asunto que escapa de las manos de cualquier gobierno, de cualquier sistema.

A pesar de estar claros en la necesidad del consumo y su promoción, debe haber límites imaginarios que solo se pueden trazar con la indeleble tinta de la conciencia y la ética personal y ciudadana, cargada de sentido común, que inste a respetar la identidad —aun en condición de migrante—, la idiosincrasia, el respeto a cada género y un no rotundo a la misoginia, entre otras aberraciones que hoy son insumos infaltables en las maltrechas prosas de los influencers. Solo así dejaremos de ser idiotas e idiotos.

 

Luis Martín


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