A 53 años del triunfo de Antonio Gómez

Venezuela fue una fiesta con la conquista de la corona del peso pluma

Antonio Gómez (derecha) castigó al japonés Shozo Seijo para coronarse en el peso pluma.

 

02/09/24.- Para esta edición tenemos enseguida una excelente colaboración del conocido periodista deportivo, Jesús Cova, quien evoca la conquista de la corona del peso pluma, por parte del cumanés Antonio Gómez, el 2 de septiembre de 1971.

Este artículo fue escrito hace once años y se publicó en un diario deportivo nacional. Con numerosas enmiendas lo ofrecemos de nuevo hoy para los aficionados de ayer y, por supuesto, también para el conocimiento de los más recientes aficionados de la disciplina de los guantes y quienes, presumimos, nada o muy poco conocen de lo sucedido tal día como hoy, 2 de septiembre de 1971, esto es 53 años de una efeméride memorable para la historia de nuestro boxeo y de nuestro deporte.

Esto fue lo que escribimos entonces y que se publicó con igual título: Cerramos los ojos y nos parece tener congelada en la retina la imagen del Gimnasio Korakuen (también llamado Metropolitan Gym), templo boxístico del Tokio de los ‘70-80, repleto de expectantes fanáticos, entre ellos un minúsculo grupo de venezolanos –no más de doce o quince- y vemos también al cumanés Antonio Gómez lanzar, agazapado, su primer golpe, un largo, explosivo y certero jab que impacta en la barbilla del rey mundial de los plumas Shozo Saijo (o Saijyo), cuya cabeza se estremece y bambolea como la de un muñeco de cuerda.

Serían poco más de las 7:00 de la noche de aquella fecha en la capital nipona, poco más, poco menos, de las 6:00 de la mañana en la distante Venezuela. Pudo haber sido algo menos de las 8:00 p.m. allá. Pero la hora en realidad poco importa ¡Cuánto tiempo y cuánta agua ha caído desde entonces, Antonio, cuánto tiempo y cuánta agua...!

Después de aquella larga y seca izquierda el oriental visitante y retador, el cumanés, dio unos pocos pasos laterales mientras el oriental de casa, el japonés, estiraba los brazos y giraba repetidamente el cuello en un intento de reponerse de la sorpresa inicial.

Entretanto, desde las dos esquinas resonaban los gritos de advertencia para ambos contrincantes. En la de Antonio, Hely Montes y Ramiro Machado, entrenador y apoderado, animaban y pedían cautela a su peleador mientras que el técnico estadounidense Willie Ketchum, especialmente contratado para la ocasión por Machado, miraba las acciones impertérrito.

Apenas transcurridos los primeros segundos de la vuelta y de su primer impacto, el desafiante disparó tres, o acaso cinco veces más su veloz jab y al recibir uno de ellos el monarca defensor, inesperadamente, trastabilló y cayó con los botines hacia las luces. Los 12-15 venezolanos presentes (Carlitos González, Oswaldo “Gato” Sánchez, Sixto Dorta –los nombres que recordamos y creemos, sin estar del todo seguros, de que también se hallaba allí el popular y recordado locutor deportivo Delio Amado León, quien al igual que los dos primeros ya no están con nosotros– saltaron eufóricos de sus asientos.

Nada definitivo pasó entonces: la caída de Saijyo fue dudosamente apreciada como un resbalón por el árbitro Alfredo Garzo, nacionalizado japonés, y la campana sonó para el fin del asalto que concluyó sin otras mayores alternativas, si bien con Gómez ya como lo más parecido a un vencedor vista la solvencia técnica y la superioridad mostradas en aquellos tres minutos de la apertura del combate. Para el público, mayoritariamente local, lo poco visto les hacía presagiar un desenlace violento, inesperado e indeseado, en cualquier momento, en favor del peleador llegado desde tan lejos.

En cuanto a nosotros se refiere, afortunados testigos presenciales de lo sucedido aquella noche (Carlitos y nosotros fuimos los únicos periodistas venezolanos en el local), no tuvimos ni siquiera por un instante una mínima duda en cuanto a que Antonio lograría concretar su sueño y el de los miles de aficionados que, regados por todo el territorio nacional, seguían lo que pasaba a miles de kilómetros y que tenían al boxeo como el deporte de su predilección.

Un largo camino hacia la gloria

Hagamos un alto, a fin de agregar algunos pormenores que antecedieron al choque titular. Para Saijyo, o Saijo, era la sexta defensa del cinturón conquistado ante el mexicano-californiano Raúl Rojas tres años atrás y que había expuesto con éxito, uno de ellos frente a Pedro Gómez, hermano mayor del enemigo con quien ahora compartía el ring y a quien había dominado por decisión unánime en su primera defensa.

Gómez, por su parte, iba a su primera aventura en procura de una faja que, vanamente y por largos años, había buscado el boxeo nativo. Entre quienes lo pretendieron antes y que nunca recibieron el chance de buscarlo, destacaban los nombres de Simón Chávez, el idolatrado “Pollo de la Palmita”, vencedor de campeones y excampeones mundiales e ídolo indiscutido entre los años ‘30 y ‘40; Oscar “Torpedo” Calles, una promesa frustrada, asesinado en un absurdo pleito callejero en una noche de farra, cerca de la iglesia caraqueña de Palo Grande, en San Martín; Víctor Adams, “Sonny León”, amado y odiado simultáneamente hasta el delirio en los ’50 y ’60 por una afición que colectivamente lloraría después su pobre muerte –varios años más tarde de haber colgado los guantes– en una calle cualquiera de Caracas en condición de inopia, de total y dolorosa indigencia y la mente perdida, y antes de Antonio, su ya mencionado hermano Pedro. Era ese cetro pluma, 126 libras o 57,152 kilos, en consecuencia, algo semejante –exagerando un poco– a lo que fuera el vellocino de oro para Jasón y los argonautas, búsqueda cantada en la mitología de la antigua Grecia.

Conducido prudente y sagazmente por el zuliano Machado, el púgil criollo había dejado el país un par de años antes y tomó como plataforma de lanzamiento el estado de California (Los Ángeles) y en especial la población mexicana de Tijuana, Baja California.

Para llegar hasta Tokio esa noche del jueves 2, Gómez vapuleó (con excepción del azteca “Centavito” Hernández, al cual superó por estrecha decisión y del boricua Juan Collado, a quien doblegó también a los puntos) a los mexicanos Fernando Sotelo, Julio Segura, Ray Vega y Vicente García en nueve, cinco, siete y un round, respectivamente.

En conocimiento del peligro que representaba el venezolano para su reinado, por un buen tiempo, y con decenas de excusas Saijo escurrió el cuerpo al retador natural y Número Uno del ranking. Hasta que la WBA le conminó a otorgar la oportunidad.

La cita se fijó para el 2 de septiembre, como dijimos. Allí, sobre la lona y encerrados entre las 12 cuerdas (ahora son 16) y a 15 asaltos, Gómez iba en pos de la gloria y Saijo dispuesto a mantener su hegemonía. Una derecha poderosa y letal (a partir de aquí volvemos al Gimnasio Korakuen).

En este punto del relato sería mentir si dijéramos que recordamos con claridad todas las acciones del encuentro. Imposible recordar con precisión absoluta la totalidad de lo ocurrido en un hecho acontecido en tiempo tan remoto. Por ello, para contarles el resto, acudimos hasta un viejo diario y en una reseña de la agencia AFP leemos lo que transcribimos; “La poderosa derecha de Antonio Gómez proporcionó hoy a Venezuela un nuevo título mundial de boxeo, el de los plumas, versión WBA, tras casi cinco rounds de una de las peleas más emocionantes jamás vista en Tokio.

El golpe decisivo (...) vino en el quinto asalto cuando el campeón Shozo Saijo era implacablemente castigado por la derecha del venezolano. La primera caída del japonés se produjo 30 segundos después del comienzo del quinto y último round, mediante un durísimo golpe de Gómez.

El japonés se levantó, pero el árbitro desgranó la cuenta reglamentaria de ocho segundos. Gómez se lanzó entonces al ataque, persiguiendo a su rival por todos los rincones del tinglado hasta acabarlo con tres derechazos más”.

(No dice esa reseña, pero el detalle sí lo recordamos, que antes de que el referí se interpusiera para detener la desigual confrontación –Saijyo se batió como un león, es justo acotarlo– desde su esquina el hermano del ya excampeón tiró al centro del enlonado una blanca toalla, como se estilaba para la época, que significaba el fin, la rendición).

Antonio Gómez, un modesto muchacho cumanés de 26 años, formado en un no menos modesto gimnasio de su ciudad natal bajo la tutela de ese gran forjador de peleadores quien fue, como lo bautizaron sus alumnos, “el maestro” Hely Montes (por su sabiduría pasaron montones de estrellas del cuadrilátero, tales como Francisco “Morochito” Rodríguez, Cruz y Alfredo Marcano, Pedro Gómez, José Luis Vallejo, Antonio Esparragoza, entre varios), había llegado a la meta que anhela cualquier boxeador. Era ya el mejor 126 libras (57,152 kilogramos) del orbe, el indiscutido N° 1 pluma, pues aunque el mexicano Vicente Saldivar reinaba en la versión del CMB, estaba muy lejos de la calidad del criollo.

Con su rotunda y clamorosa victoria se unía Gómez ese mismo año 71 al semicompleto mirandino Vicente Paúl Rondón y al coterráneo de Gómez, el súper pluma Alfredo Marcano, para elevar a tres el número de boxeadores nativos con testas coronadas, cifra que crecería en noviembre del mismo año con el zuliano Betulio González, declarado campeón por el Consejo Mundial de Boxeo a raíz de la descalificación del peso mosca filipino Erbito Salaverría en el polémico fallo “de la botellita”, lastimosamente los cuatro cetros resultaron efímeros, volátiles. Pero esa es otra larga historia que no encaja aquí.

Faltaría añadir que, por fin, los aficionados de todo el país podían celebrar ruidosamente la conquista de un título en la división en la que por años habían soñado entre los años 30 y hasta fines del ’60; vale decir, una larga espera cercana al medio siglo. Hoy ignoramos por completo cómo andan los pasos del boxeador cumanés. Nos dicen que lleva la vida, con modestia, no sabemos si ocupado en algo o simplemente caminando las calles de su Cumaná natal.

Regresemos al Gimnasio Korakuen, para concluir: En Tokio, cuando una media hora o una hora después de la pelea desde una habitación del hotel Keio Plaza dictábamos, emocionados, palabra por palabra y punto por punto una reseña, improvisada, apresurada y hasta incoherente a nuestra redacción en Caracas para la elaboración y el tiraje de una extra por el diario en que trabajábamos El Nacional, supimos con seguridad absoluta que, al igual que en el París cantado y contado por Ernest Hemingway en una de sus novelas, aquel día de hace hoy 53 años, Venezuela fue una fiesta.

JESÚS COVA / CIUDAD CCS


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