Aquí les cuento | Cerro arriba (III)

04/10/2024.- Algo tenía de casual aquel encuentro. Ya habían pasado dos meses desde el día en que llegué a la capital. Él estaba ahí, en el preciso lugar donde lo había encontrado la tarde de mi llegada a Caracas. Era el mismo héroe que me recibió y me dejó dormir en las escaleras del cuerpo de bomberos aquella noche en que me perdí en El Cementerio, buscando la dirección del paisano que, años antes, se nos pudiera a la orden.

Menos mal que al perrero Robinson —que ya no era un chamo— todo el mundo lo conocía. Además, era el encargado del estacionamiento —donde guardaba el carro de los perros calientes— durante los quince años que se había mantenido vendiendo aquellos panes con salchicha. Este compa tenía buena fama como perrero, ya que más bien parecía un doctor, con la bata, el gorro, los guantes y el tapaboca que usaba para preparar sus perros. Nunca se le presentó ningún problema con las autoridades, comunes a los que no cuidan las medidas sanitarias y enferman a los consumidores con larvas que causan amebiasis, giardiasis, y otras "diasis", que la gente recibe por estar comiendo sin que se tomen las medidas pertinentes.

Robinson agradecía ese trabajo, porque, entre perro y perro, conoció a Laurytsis, esa muchachota que vivía en la parte más alta del cerro, una curva después de la parada de los jeeps que cargan pasajeros.

Luego de casarse, ella le confesó que lo que le llamó la atención de él no fue su porte varonil —Robinson era bien parecido—, sino la forma (raqui, raqui, raqui, raqui) con que picaba el repollo y el olor que se desprendía del vapor cuando sacaba el pan con la pinza. Después que le entregaba el perro a la muchacha, sonaba la pinza (tic, tic, tic) sobre la tapa de acero inoxidable donde hervía las salchichas.

Él sabía que allá arriba, donde vivía la chama, la cosa era candela. Ella, con el tiempo, le fue dando a conocer los pormenores del sector y de su casa, donde vivía con su madre y dos hermanitas menores. Lucían tan lindas como ella, estudiaban en el colegio Fe y Alegría y eran buenas con las manos, porque hacían piezas bonitas de cerámica.

Había un tipo que era líder de los chamos del sector. Ese man era de aquellos que no necesitan bajar al centro. Ya, meses antes, le había dicho a la madre que le gustaba su hija, y ella le había respondido que la Laury era una niña que estaba estudiando en la Gran Colombia, con la aspiración de hacerse maestra; que la dejara tranquila, que no la molestara.

"¡Bueno, mi doña, con eso me enseña a leé!". Eso le escuchó al tipejo, al que apodaban Teretere. La señora me contó que aquello fue como un baño de agua caliente que le cayó encima. Siguió camino a la casa, encomendándose a todos los santos buenos, esos que no cobran por los milagros…

En la cuadra de la calle El Manguito, los chamos montaron un tablero de básquet y todas las tardes se la pasaban tirando pelotas. Los fines de semana estaban ahí, pero más que jugar al baloncesto, lo que hacían eran campanear a los pacos, cuando se acercaban con las jaulas llenas de cascos blancos. Los policías tenían que reducir la velocidad al entrompar la calle, cuidándose de no arrollar a ninguna persona. Eso daba tiempo para que los chamos saltaran y cogieran cerro arriba.

Laury dijo que la madre quería conocer al famoso perrero que le brindaba, todos los días, aquel perro full equipo a su hija

—¡Bueno, así fue como me tuve que lanzar, por primera vez, cerro arriba, a conocer a doña Laurencia!".

Ese era el Robinson, contándome…

—Yo le puse como condición a mi novia que subiría con ella, pero a pedal y bomba (es decir, a pie), porque yo sabía que la cosa por allá arriba no era panza. Ella aceptó y una tarde, como a las cuatro, guardé el carro temprano y la esperé. Empezamos a subir —mira hacia arriba— hasta allááá arribota, poco a poco… Eso era ver gente y unas casas hechas sobre otras, así cómo abrazándose. Un callejón por aquí, otro por allá; una vereda por aquí, otra más allá; las escaleras que bajan hacia la derecha, otras a la izquierda, y los postes con miles de cables. Yo estaba mosca viendo por dónde regresar volando en caso de una emergencia, pero, ¡qué va!, a medida que subíamos, encontraba a la gente que me saludaba: "¡Eeese perrero!". Eran rostros conocidos de los chamos que jugaban básquet en la calle, se comían todos los perros y se bebían las Pepsi que yo les servía en vasos de cartón. "¡Una ñapita, convive!". "Tranquilo, pon el vaso, ¡pero no te malacostumbres!"… Así subimos hasta llegar a la casa de mi novia. ¡Doña Laure era una mujer bonita y joven todavía!

 

Aquiles Silva


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