Aquí les cuento | Ya nos hemos hecho compinches (IV)
01/11/2024.- —¡Ya le cogí el pulso a tus guardias! Ya sé que los bomberos trabajan turnos de veinticuatro por cuarenta y ocho; es decir, que trabajan un día y descansan dos…
—Así es, convive, pero me dejaste pendiente con el cuento de tu amigo Robinson con Teretere. ¿Qué pasó? ¿Le dio matarile? ¿Y la muchacha? ¡Cuéntame!
—Bueno, mi amigo, pira que desde aquel día en que regresó Robinson a la casa y que le entregó al motorizado el plato con cuajao y que este le dejara el gajito de potes, que bien frías que estaban, la cosa cambió. ¡Todo para bueno! El famoso Teretere mandó a buscar a mi amigo una tarde hasta allá abajo, donde tenía el carro de perros calientes.
Esta vez no subió a pie, sino de parrillero en una moto de las dos que bajaron, con los chamos calzaos con unos pistolones, como siempre andaban. Uno de los muchachos era conocido por mi amigo. Era el mismo que cada tarde le compraba los seis perros, full equipo, para llevar.
En esta oportunidad le exigió a mi amigo que, antes de guardar el carro, le preparara la acostumbrada media docena. El perrero no preguntaba nada. Era un cliente fijo, que le dejaba los cobres en su punto de trabajo.
Cuando llegaron a la casa del cerro, Teretere los estaba esperando. Sin responder el saludo de mi amigo, extendió su mano para tomar la bolsa con su ración canina. Robinson se detuvo a observar a aquel hombre de un metro setenta aproximados y un doble ancho vientre aguantado por un cinturón, cuya hebilla estaba incrustada en los pliegues de la lipa que se proyectaba hacia sus ingles.
Extrajo el primer perro, seccionándolo a la mitad con la ágil acometida de sus incisivos. Lo masticó solo dos veces y atapuzó la otra mitad con el índice de su mano izquierda, haciendo desaparecer el primero en la insaciable gruta digestiva. Ya el segundo se acercaba al bigote, donde había quedado la huella mostacina del primer difunto. Corrió la misma suerte. Aunque el espectáculo de ver comer a Teretere era grotesco, los presentes, que eran cuatro, incluyendo a mi amigo, no dejaban de tragar su propia saliva. Hasta llegar al quinto, donde al fin tomó pausa.
Al agarrar el sexto perro, extrajo la salchicha, dejando el resto en la bolsa. Limpió la salsa con su lengua y a guisa de un sexto dedo, o un estilete, lo puso en su mano derecha y empezó a hablar, dirigiéndose a Robinson.
"¡Chamo! ¿Tú ves esta lipa? —se levantó la franela XXL para exponer el rosado ombligo del tamaño de una tapa del frasco de mayonesa de 250 gramos— ¡Esta te la debo a ti! —prosiguió— y aunque estoy molesto por lo de la chama —se refería a Laurytsis—, pienso que lo mejor que puedo hacer es dejarte tranquilo. Mira que nadie que me haya echao una ha amanecido para contarlo, pero, por lo que haces bien, vale que vivas muchos años... Pero, ¡eso sí! —sentenció— Si dejas de hacer perros… —lo miró con rostro severo, se tragó la salchicha sin masticarla y luego expresó— ¡Cinco y no te veo! Empezando a contar: uno... dos... tres...".
[Lea el siguiente párrafo en una sola respiración].
Robinson no esperó un segundo y a la cuenta del primero salió despedido de aquel rancho de ladrillos rojos que estaba al final del laberinto de pasillos y escaleras de ese barrio que queda subiendo desde la calle Los Manguitos del Cementerio y que termina allá arribota.
—¡Y así fue, mi convive, como mi amigo logró el pasaporte para visitar a su novia, que hoy es su esposa, con la que ya tiene tres chamos. Robinson no ha dejado de vender los mejores perros del Cementerio, y no por la amenaza que le hiciera Teretere (que por cierto le dieron matarile en un operativo hace unos dos años), sino porque se acostumbró a ese trabajo y le ha servido para mantener a la familia.
Aquiles Silva