Palabr(ar)ota I Lo indígena en nuestra literatura

10/07/2024.- Para nuestra literatura, lo indígena siempre fue, de una manera o de otra, algo exótico. Prueba de ello fue el movimiento indianista que, tomado por una visión romántica, quiso convertir a nuestros indígenas en la contraparte de las figuras heroicas de la tradición occidental, desde Grecia hasta el romanticismo del siglo XIX. Por supuesto que esos indígenas no tenían nada que ver con las etnias que han hecho vida en nuestro país desde tiempos inmemoriales.

En Venezuela, tenemos un espléndido ejemplo de indianismo en los trabajos del zuliano José Ramón Yepes; dos relatos que él prefiere llamar leyendas y que llevan por título Anaida e Yguaraya. Yepes crea allí unos personajes en quienes, por decir lo menos, resulta cuesta arriba encontrar alguna similitud con nuestros indígenas. Guiado por el idealismo romántico, de un lado, y por la idea del buen salvaje que proponía Rousseau, del otro, Yepes diseña unos personajes que se acercan mucho más a los héroes de la guerra de Troya que a los indígenas que por entonces aún vivían confinados en los cuatro extremos del país.

No son muchos los ejemplos de ese tipo de literatura entre nosotros, a pesar de que la idealización de los indígenas se prestaba perfectamente al tipo de creación literaria que inspiró en su momento a los románticos. Al fin y al cabo, no hacía falta otra cosa que transmutar la realidad de marginación y pobreza en la que vivían los pueblos originarios y dotarlos de un aire marcial, acorde con los criterios de belleza y heroísmo propios del eurocentrismo.

Para ello no faltaban modelos. Además de Rousseau con su buen salvaje, nuestros escritores podían apoyarse en una visión lejana y absolutamente ideal de los indígenas americanos, basada en textos como la novela Atala, de François-René de Chateaubriand. De más está decir que en esas novelas el indio americano se convierte en una prefiguración del espíritu europeo, que guarda poca o ninguna relación ni con los indígenas, en su conformación física y humana, ni con el contexto cultural, e incluso natural, en el que se movían.

La contraparte del indianismo sería el indigenismo, que José Carlos Mariátegui definió de manera sucinta como un movimiento que "tiene fundamentalmente el sentido de una reivindicación de lo autóctono", y no tiene nada que ver con el indio como motivo "pintoresco".

El indigenismo, a pesar de su propósito de reivindicación de los pueblos originarios, derivó en gran medida en un paternalismo que desconocía el sustrato cultural y las tradiciones que guían la vida de las etnias indígenas y se concentraba en un intento civilizador, que asumía el modelo occidental como aquel en el que había que insertar a los desvalidos e incapaces indígenas.

Lo anterior no era, por supuesto, un hecho absoluto. Basten para demostrarlo las novelas de José María Arguedas, en Perú, escritas desde un amplio conocimiento antropológico y dotadas de un íntimo respeto por la identidad de los primeros pobladores del continente.

Habría que esperar al Rómulo Gallegos de Sobre la misma tierra para contar con un intento de representación de los indígenas, en este caso particularmente de los wayúu, desde una perspectiva distinta a la idealización del indianismo.

El indigenismo de Gallegos, sin embargo, está contaminado de un profundo eurocentrismo. Para comenzar, su visión de lo indígena se despliega tangencialmente por medio de un personaje alijuna, es decir, no wayúu, Demetrio Montiel, y posteriormente por medio de la hija mestiza de este, Remota Montiel.

Los indígenas son, pues, como en lo más tradicional de la novela indigenista, objetos del accionar de personajes que encarnan la civilización, el conocimiento y el progreso y que vienen a salvar a una comunidad que, entendemos, no es capaz de gestionar su propio destino. Todo esto encajado en el binarismo civilización-barbarie que rige toda la novelística de Gallegos.

Tal parece que seguimos en deuda, literariamente hablando, con nuestros pueblos originarios.

 

Cósimo Mandrillo


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